En Bogotá, la cocina no es una sola, sino muchas al mismo tiempo. Desde el tradicional corrientazo hasta los restaurantes que han alcanzado reconocimiento internacional, la capital colombiana es un cruce de sabores que se mezclan, conviven y evolucionan. ¿Cómo se define su identidad gastronómica?
La historia culinaria de la ciudad es el reflejo de su mestizaje. En sus orígenes, los muiscas cultivaban y cocinaban con maíz, tubérculos y granos. Con la llegada de los españoles se incorporaron ingredientes y técnicas europeas. Luego, en el siglo XIX, las élites bogotanas adaptaron influencias francesas y británicas en busca de una cocina nacional. Y en el siglo XX, con el crecimiento urbano, llegaron las cocinas del Caribe, del Pacífico, de los Andes, además de influencias extranjeras que se han vuelto cotidianas.
Hoy Bogotá tiene una oferta culinaria amplia: fritangas en plazas populares, piquetes en fondas tradicionales, y también propuestas de alta cocina con productos locales. Sin embargo, la estrella Michelin aún está lejos de esos sabores cotidianos. ¿Se puede construir una cocina bogotana sin dejar atrás lo que siempre nos ha alimentado?
Dos referentes responden con hechos. Eduardo Martínez, chef de Mini-Mal, lleva más de veinte años explorando ingredientes tradicionales y cocinas de comunidades locales. Su restaurante es un espacio de experimentación, pero también de respeto por los saberes ancestrales. Para él, cada plato es una oportunidad para dignificar la tradición.
Mary Mena Rentería, fundadora de “La Esquina de Mary” en la Plaza de la Perseverancia, ha hecho de la cocina una forma de vida. Con más de dos décadas de trabajo, su restaurante es un punto de encuentro entre la sazón del Pacífico y el alma bogotana. Cocina con la memoria y sirve con el corazón.
Bogotá está aprendiendo a saberse a sí misma. Y en ese proceso, su cocina se convierte en testimonio vivo de una ciudad que cambia, pero que no olvida.
